Época: Nerón-Flavios
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
De Nerón a los Flavios

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

En trabajos realizados en la Cancillería Apostólica de Roma durante los años 1937-39 aparecieron dos magníficos relieves flavios. Parte de ellos correspondieron al Estado Vaticano, por haberse hallado en territorio suyo; parte, al colindante Estado Italiano, por la misma razón. Sin embargo, esta última fue regalada en 1956 a S.S. Pío XII con motivo de su octogésimo cumpleaños, de modo que hoy se encuentran todos reunidos en el Museo Vaticano.
Se trata de un juego de dos frisos de una misma altura (2,06 m.) y de unos 7 metros de longitud cada uno. El monumento domiciáneo que decoraban sufrió las consecuencias de la damnatio memoriae del emperador. Los relieves fueron desmontados y dispuestos para ser reutilizados en honor de Nerva. La cabeza de Domiciano fue hábilmente convertida en un retrato de su anciano sucesor, pero sólo en uno de los relieves; el otro conserva la efigie del Domiciano adolescente. La brevedad del reinado de Nerva frustró el proyecto, y el escultor encargado de llevarlo a cabo, perplejo ante la nueva situación, se contentó con almacenar los relieves en la bodega de su taller, donde al cabo de los siglos han reaparecido en compañía del de los Vicomagistri. Su estado es excelente, pese a la pérdida de algunos trozos.

El primero representa el regreso (adventus) de Vespasiano en el año 70, tras la victoria judaica. A su encuentro sale Domiciano, un joven entonces de dieciséis años, pero ya praetor urbanus de Roma, la ciudad que ha logrado dominar después de la (según él) épica batalla del Capitolio, y conservar fiel a su padre y a su hermano, cónsules empeñados en la guerra con los judios. Vespasiano saluda a su hijo menor, vestido de toga como él, del modo protocolario, alzando la diestra a media altura. La cabeza del emperador es uno de los mejores retratos que se conocen de él, el viejo tacaño, en la línea del retrato realista de la República. Una Victoria, perdida en su mayor parte, a sus espaldas, se disponía a depositar sobre su cabeza la corona de encina (corona civica), algo visible aún, distinta de la corona de laurel, la triumphalis. En torno a ellos los lictores del séquito, con sus fasces, y dos personajes alegóricos, los Gene del Senado y del Pueblo Romano, el primero un anciano vestido de toga, el segundo un joven apolíneo, medio desnudo. Los lictores de la vanguardia se adelantan presurosos hacia la efigie entronizada de Dea Roma, a quien acompañan las vestales, despojadas del velo acostumbrado (el suffibulum), pero ceñido su pelo corto de la diadema tubular, (infulae) y de sus vittae colgantes. Cierra la composición, por la izquierda, un togado con dos varas de lictor en la mano; es el apparitor asignado a las vestales.

El segundo friso, de mejor calidad artística que el primero (salvo la figura de Dea Roma, afectada por la división entre dos placas), se refiere a algo ocurrido muchos años después, quizá el doble triunfo sobre catos y dacios (89 d. C.) y la ofrenda a Júpiter de la corona de laurel por la victoria sarmática a que se refiere Suetonio, Dom. VI: "De Chattis Dacisque post varia proelia duplicem triumphum egit, de Sarmatis laureara Capitolino lovi rettulit". En todo caso se trata de un segundo adventus, el de un Domiciano que por las circunstancias ya expresadas, hubo de sufrir la transformación de su rostro en el de su enemigo Nerva. El desfile se dirige aquí hacia una placa perdida, en la que pudiera haber estado, en su trono, como Roma en el relieve anterior, Júpiter Capitolino, hacia el cual se dirigía la Victoria portadora de la laúrea, que en la última de las placas del extremo izquierdo, aparece a medias, volando en aquella dirección. Si el coronado en el friso anterior era Vespasiano, aquí lo sería Júpiter en un acto de modestia del emperador. Marte y Minerva lo preceden y parecen darle ánimos para que siga su marcha sin reparo; Minerva hace incluso el expresivo gesto de echar hacia atrás el casco corintio para descubrir su rostro y que el emperador vea la mirada reconfortante de su protectora. Dea Roma, a su lado, va más lejos aún, empujándolo cortésmente hacia su glorioso destino. El Genius Senatus, que la sigue, es aquí portador de un cetro, rematado en un busto, seguramente el mismo que el emperador obligaba a poner en sus coronas a los sacerdotes de la Triada Capitolina, junto a los tres de Júpiter, Juno y Minerva: el suyo. Cierran la visión del desfile el Genius Populi Romani y los pretorianos de la escolta imperial. Una vez más, se prescinde de los magistrados, sacerdotes, familiares y amigos. El adventus se convierte en un anticipo de la apoteosis que espera al emperador. Aunque formalmente dependa del friso del Ara Pacis, mucho más que los relieves del Arco de Tito, ideológicamente se encuentra a cien años luz, los que separan un acto protocolario de una parodia del introito de Hércules al Olimpo.

Merece la pena cotejar el relieve con una obra contemporánea de otra naturaleza: el epigrama CI del libro IX de Marcial. Domiciano acaba de dedicar a Hércules, en la Vía Apia, un templo en el que la estatua de culto tiene el semblante del emperador (simili venerandus in Hercule Caesar). Este Hércules es el Alcida minor, cuyos trabajos enumera el poeta como mero aperitivo del plato fuerte de los del Hércules de Roma, residente en unos palacios que él ha depurado de los malos espíritus de anteriores reinados (adseruit possessa malis Palatia regnis). Este es el verdadero Alcida maior, que tres veces arrancó los pérfidos cuernos al toro del Danubio sarmático y otras tantas refrescó a su caballo sudoroso en la nieve de los getas (cornua Sarmatici ter perfida contudit Histri, / sudantem Getica ter nive lavit equum... ).

Domiciano reinó dieciséis años (181-197) ¿Cómo es posible que en un lapso de tiempo tan breve y en dos encargos oficiales se produjesen los relieves monumentales del Arco de Tito y los de la Cancillería? En los dos alternan los dioses con los personajes históricos y alegóricos -la gran novedad iconográfica del momento- pero los estilos son totalmente distintos. Las figuras de la Cancillería están adheridas al fondo y lo ocupan con rigurosa uniformidad. Sus cabezas están situadas al mismo nivel (isocefalia), no una más arriba y otras más abajo; sus tipos son de una esbeltez exagerada, que no se volverá a repetir en el arte romano imperial. El ilusionismo y el aire atmosférico que llenan los relieves de Tito se han disipado aquí, y lo mismo el espacio que se abría sobre las cabezas. En el Arco se revela un artista genial, innovador; en la Cancillería un portavoz de la ideología oficial de Domiciano y un estudioso del relieve aúlico de los Julio-Claudios. El futuro estaba más con él que con el autor de los relieves de Tito.